He de decir en primer lugar, que esta novela, la primera de Alberto Vilela Campo, es de un crudo realismo. Se lee de un tirón, sin cansancio y deja un hondo sabor de humanismo y de justicia plena. Abunda en sentimientos.
Vilela ha escrito una novela limpia, de estilo y abundante en sentimientos y en situaciones críticas en una época difícil. Tiene mucho bueno. No huele precisamente a nardos, pero tampoco a estiércol, que es el vaho que despiden algunas obras de esta índole, por mor de sus recalcitrantes tendencias. Esto es, en ese mundo, un sorbo de agua fresca, fina…
Se revela aquí como un escritor pulcro y con facultades exquisitas para hacer otros libros. Con magníficas expresividad y sinceridad, da una visión exacta del gran temperamento de su protagonista.
Y es interesante observar cómo junto a la calidad, hay en esta novela un sentido vivo de la ternura. Antes he dicho que se lee de un tirón, pero vamos a decir cómo es ese tirón: pues está entre doloroso y jovial, porque el dolor y la gracia, el amor y la felicidad están juntos.
Los hechos se desarrollan en un mundo pequeño; le sirve de escenario un concejo y poco más, y de protagonistas los miembros de una familia a los que se suman algunas mozas y mozos. Poca gente.
Sobre el cimiento de ese raro suceso de la historia de España, se han edificado muchas novelas, películas, leyendas y teorías, pero ahora se quiere cambiar y alejarse de la tendencia general, estableciendo un orden y gobierno distintos; otros pensamientos. Se nos hace pensar que entre los personajes que intervienen en la novela no hubo nadie más que nadie en cualquier sentido que quiera mirarse. Compelidos algunos personajes protagonistas a deponer las armas, a sufrir y a esperar, contrajeron resignación, que no por eso dejaron de ser parte de una nación y de proponerse reivindicar sus derechos: lo comprobamos varias veces a través de sus páginas. Hubo nobleza.
Crea Vilela mentes que no centran sus pretensiones en la venganza ni en la represión. No tiene personajes que odian, y que guarden sus resuellos para despertar iniquidades. Sus gentes son personas que miran de frente y con la cara erguida, hacia delante; al porvenir, sin importarles mucho los padecimientos de los días anteriores.
No es que perdonen ni olviden, pero tampoco les viene a la mente pregonar a los cuatro vientos sus sufrimientos o las vejaciones que el enemigo haya hecho sobre el vencido, sobre él mismo o sobre su familia.
No es pregonería lo que ejercen. Lo que Vilela metió en la cabeza a sus personajes es la verdad inconcusa de que lo que más merece la pena, desde cualquiera de los bandos de una batalla ya finalizada -y que como casi siempre suelen ser dos- es el futuro, y, en efecto, a esto dirigen sus miras, sin otros pensamientos.
Para terminar, y resumiendo, he de decir que esta novela de Alberto Vilela no me parece ni extravagante ni tampoco es una novela común. ¿Qué por qué? Pues sencillamente porque pienso que para ser extravagante es demasiado clara, y, por otra parte, para ser común tendría que tener, naturalmente para su menoscabo, un parecido con las novelas al uso, parecido que, naturalmente, no tiene en ninguno de sus capítulos.
Guillermo Fernández Lorenzo
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